Esteban: Amándola, partiendo.


Te miraría una y otra vez hasta saciar mi hambre de tenerte impávida, lujuriosa por fragilizarme con tu boca de fuego helado. Rompe tus prendas con mesura, no te agotes sin siquiera haberme rozado con tus tímidos dedos. Tiemblo y no se que hacer con este ruido que va sofocándome, mimetizándome con tus cabellos que me empapan, que me someten. Impúlsame a dejarte aquí, donde nada es como afuera de este sitio, donde la luz juega con tu cuerpo a dibujar sombras efímeras. Mira mi cuerpo de huellas frágiles, de olores que se van transformando lentamente en cementerios; observa con cuidado esas líneas vacilantes que se contraen con el tiempo y el movimiento que genera estar muriendo. Vé entonces que ahí yacen los cadáveres de la fatiga, y debajo, donde mi sangre hierve, esta el infierno: una cíclica marejada de veneno que mantiene esta maquina en funcionamiento. No soy eterno. Habla, di lo que sea, un murmullo, te lo ruego... Suspírame, no me obligues a herirte, no lo mereces.
Agita tu cuerpo estúpidamente entre las cadenas que te mantienen correcta ante mí. Intenta lastimarme una y otra vez mientras yo te miro y pienso que soy un hombre frágil... débil, fútil. Sí, tengo miedo y lo sabes, lo sabes pero no te atreves a pedirme que esto acabe, que te deje libre y puedas correr y hundirme. Tú tienes más fuerza, pero soy menos vulgar. Tengo manos firmes y ojos profundos. Dentro de mis ojos te ves reflejada y te pierdes. Perdóname por no saber que hacer con lo inmenso. Perdóname por no ser una persona y parecer un loco sobre esta sabana blanca que nos cubre del frío que nos recorre el alma. Sujétate firmemente a mis lánguidos brazos de quimera. No te dejes caer entre las rocas y lucha, combate con firmeza para no morir. Por favor no te rindas, de lo contrario afirmare que esto es un sueño y abriré los ojos y estaré de pie frente a una abominable oquedad. Siente mis pies escurrirse con franqueza mientras mi sexo protesta por servir a lo infinito, pero no le queda más que oírte aullar de dolor. Calla, te lo suplico, deja ya de lamentarte por lo que no pudo ser. Escúchame mientras se apagan todas las luces de tu cuerpo; respira un poco de lo que yo soy, esto soy, solo esto.
El averno de tu boca me provoca quedarme, mirar como te vas, como no existe aquello que se dice que sucede cuando alguien muere; ni luz, ni cantos, ni Dios al final del pasillo que has pintado con tus manos y tus piernas que sangran y se vuelven el mar, y a lo lejos el océano que fue tu vida y la mía. Lo que no me dijiste, lo que amaste y lo que no; las noches en vela y las que apagabas con el viento de tus pestañas crípticas.
Claudia, mi amor, no olvides recoger la estructura fracturada hecha de huesos que por la noche me sostenía. Jamás recuerdes las mentiras que hice vivir, ni el extraño silencio que me sepultaba y me hacia esto; ser un triste hombre que esta por probar los primeros rayos de libertad al ver que a quien amaba, muere frente a él, y él no puede hacer nada, mas que pensar en ti, aquella tarde que tocaste la puerta y me viste hundido, sujeto a un mundo que no es el mío y que además me rechaza por ser dueño de mi mismo y de mis palabras.
 
 
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